Una visita al templo masónico de Santa Cruz

unnamedEn los últimos años, gracias a mi profesión, he tenido la suerte de haber podido entrar en el Templo Masónico de la santacrucera calle San Lucas en muchas ocasiones. Me siento afortunado por ello, no lo voy a negar.

Sinceramente en cada una de ellas he experimentado sensaciones diferentes. Sin apelar a la fácil retórica trascendental y metafísica, el conjunto de sensaciones se podrían traducir en una continua admiración por contemplar cómo el amor por unas ideas de progreso y fraternidad, hicieron posible que se erigiera un edificio con unas características que lo hacen único en el mundo, en unos años llenos en donde lo habitual era la miseria y el único objetivo la supervivencia material.

Es digno de admirar cómo la la fuerza de unas ideas que se pierden en la noche de la historia de la humanidad tomaron fuerza y se materializaron en un solar de 600 metros cuadrados de una modesta trama urbana en una ciudad atlántica a medio camino entre dos mundos.

No voy a entrar a detallar acerca de los detalles arquitectónicos o artísticos que aún podemos contemplar, y que escaparon a la locura totalitaria que afectó a nuestro país desde el golpe de Estado de 1936. Para conocerlos hay numerosa bibliografía escrita en nuestras bibliotecas, además existe una magnífica página web con la aportación de muchos profesionales que detallan cada rincón del templo.

Me gustaría penetrar en las sensaciones que he experimentado al traspasar la puerta del templo. Al girar la llave y empujar la pesada puerta de madera, la atmósfera que sale a recibir a uno permanece límpia y sin mácula, sin haber sufrido ningún daño en su dignidad, ni el que se supondría después de haber sufrido tantos años acoso y abandono. Por parte de los golpistas, de sus herederos y por parte de una administración pública democrática que lejos de restaurar su cuerpo, ha dejado -con diferentes argumentaciones- que el cáncer del olvido se multiplique en sus entrañas.

Las estancias polvorientas mantienen el eco de sus tenidas, de sus ágapes, de las clases de formación popular en los años previos a la Guerra Civil española. Tantos momentos bajo el mismo techo, unidos en el manto de la tolerancia y el respeto a la diversidad para construir un mundo más justo, donde todas las personas fueran iguales en oportunidades. Incluso parece escucharse el eco del fatal disparo que segó la vida del hermano que cuidaba el templo la terrible noche del 17 de julio de 1936. Todo ello forma parte de la memoria sensorial de un templo que nos sigue acogiendo bajo la mirada del ojo que todo lo ve, ubicado como no podría ser de otra manera, en el frontispicio del templo.

La escalera de la vida que accede a las diferentes estancias y que vio corretear a niños, a estudiantes, a familias desfavorecidas acogidas en el templo temporalmente, o a los hermanos aprendices con las prisas lógicas en la preparación del ágape en cualquiera de las tenidas que celebró la R.·.L.·. Añaza, hoy permanece silenciosa. Apenas se puede transitar debido al peso del tiempo que ha dejado huella entre su armazón de humilde madera construida con la fuerza de la voluntad de una sociedad hoy lejana en el tiempo pero cercana en los corazones.

La cámara de reflexión, el útero excavado en la madre tierra y que hoy desata el morbo entre sus visitantes, sintetiza el esfuerzo de penetrar en los augustos misterios. Un lugar extraordinario que hace único en el mundo a este templo. En las visitas a la cámara, es notable dejarse llenar por el silencio masónico que todo lo invade. Posiblemente en las entrañas de la tierra mora aún con más fuerza y al salir al exterior, uno tiene la impresión de no ser la misma persona. No sólo se siente un renacimiento interior, sino la medicina de la alquimia del silencio, un antídoto que solucionaría muchos de los problemas de este profano mundo en el que vivimos.

La sala de tenidas, ese mágico rectángulo áureo donde todo encaja como en una danza universal, se muestra desnuda de sus vestidos originales y sólo se cubre por el monótono gris de la intolerancia. Es ahí donde al apoyarme en las columnas del septentrión desaparezco por unos instantes y experimento un salto hacia mi logia madre, cómo desde el presente y a través del pasado, avanzo en el espacio para confirmarme que todo somos uno. Algo entre sus paredes me dice que el momento presente es la suma de las obras de muchas personas y que la memoria de su trabajo será la fuerza que nos haga consolidar el futuro, a través de los permanentes valores de libertad, igualdad y fraternidad.

Al salir, cierro la puerta. Elevo la mirada hacia la luz y le guiño el ojo al G.·.A.·.D.·.U.·.

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